En la ciudad del silencio la historia talló su imagen y le dio un
pedestal en la eternidad del tiempo. Hizo de su nombre una bandera, de
su vida un ejemplo, y de su muerte un símbolo.
No fue ella la ilusión de una promesa, porque hizo una realidad de la
esperanza. No consagró el dogma de un partido, porque fue el amor
cristiano de una obra. No gobernó a una república, porque reinó en el
corazón de los humildes.
La siguieron los débiles, porque ella rindió a los poderosos. La
reconocieron los justos, porque ella condenó los privilegios. La amaron
los hambrientos, porque ella fue el pan de su justicia.
En la plaza de las multitudes selló su destino un 17 de octubre. Y,
desde la entraña misma de su pueblo, fue rebeldía, inspiración y nervio
al lado del caudillo que parió la patria.
Renunció a los honores del Estado para servir de consuelo al
sufrimiento. El dolor de los desposeídos crispó sus manos y un anhelo de
justicia fervorizó su sangre. La doctrina de Perón se hizo evangelio en
la obra de su vida, y agotó su sacrificio al servicio del pueblo.
En el invierno de una noche entró en la inmortalidad de los grandes. Y
un país, convertido en llanto, fue una larga sombra de gratitud y
silencio.
El crimen de los bárbaros desterró su imagen en la impiadosa conjura de
los odios. Peregrina en caja anónima, tuvo por sepulcro un suelo
extraño, y por lápida un nombre ajeno.
El pueblo la perdió en el día de la derrota.
El pueblo la rescató en el amanecer de una victoria.
En la parábola del arrepentimiento y el pecado, volvió a la patria.
Y la
patria le dio tumba junto al caudillo. Pero el odio de la infamia y la
violencia los separó, de nuevo, en la ciudad dividida de los muertos. La magia de su signo alienta a quienes toman su bandera, y estremece a quienes siguen el eco de su historia.
Se llamaba Eva… Y en la lucha que ella emprendiera contra la injusticia de su pueblo ganará batallas al conjuro de su nombre.
Alejandro Olmos