Nació un 8 de octubre de 1895 en Lobos, Buenos Aires, y pasó su infancia entre la geografía dura e inclemente de la pampa y la patagonia del Centenario.
Entró a los dieciséis años al Colegio Militar, se convirtió en un estudioso y brillante oficial de Estado Mayor, y como tal conoció el dramático escenario de la política europea entre las dos grandes guerras.
Se conjuró con otros coroneles del ejército para clausurar el 4 de junio de 1943 la década infame y para redimir la patria y salvar de la humillación a los trabajadores y los desposeídos. Fue tomado por el pueblo por un hombre providencial, un intermediario con el cielo, un profeta que, como Moisés, lo guiara por el desierto hacia la tierra prometida, le diera de comer cuando tenía hambre y lo protegiera del enemigo interior y exterior.
Dotó a los humildes de dignidad, de doctrina y de organización. Los hizo pueblo, y los consideró lo mejor que tenemos. Hasta que en la jornada del 17 de octubre de 1945 su nombre se hizo bandera y se desató, inconmensurable, todopoderosa, incontenible, jubilosa, imparable, la esperanza popular.
Pronto unió su destino al de una mujer de un carisma inigualado que se iba a constituir en el nervio de su liderazgo, en la llama ardiente de la revolución, en puente insobornable con los débiles y postergados, los desamparados y marginales, los niños, los trabajadores, los humildes, las mujeres, los ancianos.
Desde entonces fue sin discusión, ininterrumpidamente, la primera figura política, excluyente y hegemónica, a lo largo de tres décadas. Presidente de la nación elegido tres veces en forma constitucional, siempre con más de la mitad de los votos, y en la última oportunidad con más de dos tercios de ellos. Gobernó durante nueve años recibiendo un país colonial, sojuzgado, postergado, devastado, sometido, de rodillas, y lo puso de pie y a la cabeza preeminente de América latina, hasta convertirlo en ejemplo luminoso para todos los pueblos del planeta.
Fundó la tercera posición internacional, y el continentalismo y el universalismo iberoamericano con proyección al siglo XXI. Señaló el camino concreto para impulsar la integración continental y propuso a Brasil y Chile echar las bases de una unidad que se denominaría ABC. Para construir una patria justa, libre y soberana, logró la dignificación del trabajo, la humanización del capital, la protección al desvalido, una prodigiosa multiplicación de escuelas y hospitales, la avasallante potencialidad industrial de tantas fábricas levantadas y las mejoras al obrero y al peón rural.
Argentina quedó entonces a la vanguardia de la investigación de la fisión nuclear, exportaba heladeras y tornos a los Estados Unidos, fabricaba locomotoras de diseño propio y aviones a reacción cuando sólo otros cinco países del mundo lo hacían, construía automóviles, puentes y muchos miles de kilómetros de rutas.
Promovió el deporte como nunca antes ni después, levantó establecimientos educacionales de todo tipo (más que en el resto de nuestra historia), miles de centros de salud (bajando en solo dos años los casos de paludismo de 23.000 a 500), los actuales cuarteles del ejército, hoteles de turismo todavía no superados, fenomenales complejos de esparcimiento y piletas y balnearios populares, barrios extraordinarios de un estilo perpetuo e inextinguible, y nada menos que quinientas mil viviendas.
Una flota fluvial de última generación que llegó a ser la primera del subcontinente y la cuarta del orbe; de los astilleros argentinos se botó el barco mercante de mayor tonelaje de América latina; se construyó el aeropuerto internacional más grande y seguro del mundo. El país produjo tolueno sintético y contó con una planta petroquímica de avanzada.
La clase trabajadora participaba en más de la mitad de la renta nacional (hoy apenas supera el 20%) y gozaba de pleno empleo y de las mejores y más avanzadas leyes sociales de la historia. Se instituyó la jubilación, el aguinaldo, las vacaciones pagas, la indemnización.
El país produjo todo el carbón, el aluminio, el gas y el petróleo que consumía. Se construyó una planta y un plan nacional de energía atómica modelo. Siderurgia y altos hornos. Se redujo a cero la deuda externa. Se duplicó la renta nacional hasta alcanzar la mitad del producto bruto sudamericano. Se redistribuyó la riqueza en forma espectacular.
Se nacionalizó el patrimonio de los argentinos, el comercio exterior, la banca y los servicios públicos, de infraestructura y transporte, y se promovió un fantástico plan de obra pública. Se reformó la Constitución y se incorporaron a la misma derechos sociales de vanguardia.
En resumen: se produjo una fenomenal revolución, inmensa, que alumbró el siglo, y que finalmente hizo realidad la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación.
Pero la barbarie oligárquica e imperial puso al país al borde de la guerra civil y desterró su imagen en la impiadosa conjura de los odios y mentiras. Perseguido, difamado, proscrito y peregrino de diez suelos extraños, siguió siempre conduciendo en forma sublime y magistral las inclaudicables luchas de su pueblo fiel.
Concretó el sueño añorado por millones cuando después de dieciocho largos años de exilio regresó desencarnado, victorioso y en paz a la patria, en la plenitud de la primavera del 72, y pronto al poder por varios meses más, para dar por consumado el milagro del retorno. Eran los días de un optimismo inexpugnable: la historia parecía abrazar el futuro.
Pero el 20, el día más oscuro de junio del 73, sellaría el paradigma del futuro nacional, a modo de una fotografía del desenvolvimiento de la historia durante los tiempos siguientes. Más de tres millones de personas querían participar de la fiesta ese día, pero la fiesta no pudo ser.
Cumplida cabalmente su misión en la tierra, un día como hoy hace treinta y un años, el 1º de julio de 1974, el águila emprendió su vuelo. Y ascendió al lugar donde los hombres no sufren las pequeñeces de los hombres.
Murió viejo, en la cama, sin las botas puestas, pero derrotando como glorioso general el ancestral estigma del destino hasta entonces inexorable que había condenado a expirar en el ingrato destierro a José Gervasio Artigas, a José de San Martín, a Juan Manuel de Rosas, a tantos otros.
Y apenas a meses de haber tocado el cielo con las manos, pronto se sabría lo que es morder el polvo hasta la asfixia. El odio y la infamia lo persiguieron a él mismo, incluso mucho después de entonces, hasta profanar su morada en la ciudad de los muertos, como antes se había profanado vilmente a su compañera.
Sin embargo, todavía hoy la magia de su signo alienta a quienes levantan su bandera, y estremece a quienes siguen conmovidos el eco de su historia.
Los que lo conocieron y lo oyeron, los que lo amaron y lo siguieron, más de tres décadas después lo llevan, vivo, vibrante, siempre presente en el corazón. Es que quien ha visto la esperanza no la olvida: la busca. Siempre. Bajo todos los cielos y en toda la gente.
Se llamaba Juan Domingo Perón… Y en la lucha que emprendiera por la justicia y la dignidad de su pueblo, por siglos se seguirán ganando batallas al conjuro de su nombre.
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